La tarde en Castelar no solo fue de fútbol, sino de una lección magistral impartida por Guerreros sobre la novel escuadra de A. Ayala. El campo de juego se convirtió en un aula donde la experiencia de más de cien batallas se impuso con una contundencia implacable sobre la prometedora, pero aún tierna, inexperiencia de un equipo que apenas transita sus primeros 4 pasos en la competición.

Desde el pitazo inicial, la diferencia de kilometraje se hizo palpable. Los Zetas no solo dominaron el balón, sino también el ritmo y el espacio. No fue un dominio caprichoso, sino el resultado de una lectura de juego superior, fruto de incontables horas de sincronización. La organización táctica del conjunto de González fue un reloj suizo: cada jugador, una pieza clave que conocía su rol a la perfección y anticipaba los movimientos de sus compañeros. Las líneas de pase aparecían con una naturalidad asombrosa, la circulación del balón era fluida y los desmarques, constantes y precisos. Era común verlos generar superioridades numéricas en cada sector del campo, lo que les permitía avanzar con una comodidad desconcertante hacia el arco rival. La posesión era el camino, y la contundencia, el destino.

Cortala Pipo: pese a mostrar un ímpetu y unas ganas encomiables, se estrelló una y otra vez contra un muro de experiencia. La velocidad de ejecución y la intensidad del rival los obligó a un desgaste físico enorme, corriendo constantemente detrás del balón y persiguiendo sombras. Les resultó casi imposible encontrar los espacios para hilvanar una secuencia de pases, y sus intentos por romper las líneas rivales se diluían antes de llegar a zona de peligro. Los esfuerzos defensivos, aunque voluntariosos, se vieron desbordados por la precisión milimétrica y la contundencia clínica de un equipo que capitalizó casi cada oportunidad generada, transformando posesión en goles con una eficiencia implacable.