Hay partidos que llegan con olor a definición aunque falten fechas. Y este era uno. Porque el empate de Ratoes había abierto una ventana inesperada: si Toco Y No Voy volvía a hacer la épica, si repetía la proeza de la semana pasada —cuando bajaron al puntero—, podía cambiar el mapa entero del torneo. Paraban frente al escolta. Y si el escolta perdía, Ratoes seguía arriba. Si ganaba A la Tibia, había nuevo líder. Si Toco y No Voy daba otro golpe, explotaba el campeonato. Por eso al llegar al predio, el capitán Santi Fernández confesó con una honestidad brutal: “Me siento observado, Facu. Me miran los de A la Tibia y me miran los de Ratoes.” Esa frase sola explicaba el peso del partido.

Pero el fútbol, como dijo Menotti, “se define por detalles que a veces no parecen importantes hasta que te rompen en pedazos”. Y a Toco esos detalles les cayeron como una lluvia de ladrillos. Antes de que el reloj despertara a los suplentes, ya estaban 0–2 abajo por errores propios. Goles regalados, desconcentraciones increíbles, apresuramientos, pases cruzados que no se dan jamás en una final. A la Tibia aceptó los regalos con voracidad. Y cuando un equipo bueno huele sangre, se convierte en una estampida.

A la Tibia salió con un vértigo que no se ve todos los días. Presión bien arriba, equipo corto, ritmo de equipo que cree, que quiere, que entiende que esa tarde podía terminar puntero. L. Viz —que ya dejó de ser delantero para convertirse en un personaje de la liga— se comportó una vez más como depredador de redes. Te deja sin aire, sin tiempo y sin excusas. Apenas metieron el segundo, algo se destrabó: se soltaron las riendas, se liberó la ansiedad, y jugaron con una soltura que parecía un equipo europeo en pretemporada. De repente fue 2–0, 3–0, 4–0… y todavía no habían llegado al minuto 12 del primer tiempo.

El partido perdió adrenalina porque ya estaba liquidado. No había forma de sostener la tensión si en un abrir y cerrar de ojos la historia se había escrito. Toco igual peleó, empujó y se acomodó un poco después, pero la herida ya era demasiado profunda. Esa ráfaga inicial vale más que todas las charlas técnicas que puedan darse. Fue un aluvión.

Y en esa construcción silenciosa del monstruo que es A la Tibia apareció su arquitecto invisible: Vito Ríghes. No sale en la foto, pero está detrás de cada ajuste, cada refuerzo, cada engranaje que encaja justo. Fue él quien movió cielo y tierra para conseguir al hombre indicado para un partido así: el gigante David Jaime, arquero de Cronos, referencia histórica del verde césped, un tipo que ataja como si siempre hubiera cámara grabándolo. Dijo que sí, llegó temprano, ordenó, habló, tapó, dio presencia, dio experiencia. Y A la Tibia lo sintió. Jaime jugó un partido enorme sin necesidad de lucirse demasiado: estuvo donde tenía que estar, cuando tenía que estar.

Con todo eso —con la ráfaga inicial, la presión constante, la potencia de Viz, la aparición de todos en la red, el temple del arquero prestado, y la inteligencia de Vito— A la Tibia terminó firmando un 9–3 que va a quedar como una declaración de intenciones. No fue solo un triunfo. Fue un mensaje: “Acá estamos. Y si nos dan una chance, la rompemos.”